Por Federico Giammaría
A esta altura, hay algo que las autoridades municipales parecen no entender: la empresa de transporte Uber no es el enemigo, es la realidad. Pueden hacer multas, controles y pueden emitir discursos llenos de advertencias; pero lo cierto es que el fenómeno de las aplicaciones de transporte ya se instaló en Córdoba. Como lo hizo en casi todas las ciudades del mundo. Y lo hizo porque resuelve una necesidad concreta, que es la de moverse de manera rápida, cómoda y muchas veces más barata que el taxi y los remis. Prohibir Uber, y a las demás apps, es como querer frenar el viento con las manos.
Ahora bien, eso no significa que Uber tenga que moverse en un limbo legal ni que la empresa pueda mirar para otro lado con sus obligaciones. Si quiere operar en Córdoba, tiene que pagar tasas, aportar a la ciudad y asumir que no pueden ser una economía paralela, basada en el monotributo.
Como también es cierto que la gestión de Daniel Passerini debería dejar de actuar como un sheriff del siglo pasado, que anda cazando autos, y sentarse a discutir reglas claras para un modelo que llegó para quedarse. Algo que, por lo que trascendió, es voluntad de las partes.
Es que la pelea de fondo no es Uber contra el taxi, ni Didi contra la Municipalidad de Córdoba. La verdadera pelea es entre un sistema de transporte rígido, caro y lleno de privilegios, y una nueva forma de movilidad que desarma viejos negocios. Ahí está la raíz del conflicto, porque el poder político no quiere ceder el control que siempre tuvo sobre las licencias, los cupos y las tarifas.
Pero la gente ya votó con el celular en la mano. Lo vemos y lo hacemos: cuando necesitamos un auto, lo pedimos desde la app, sin preguntarnos si el chofer tiene una licencia municipal profesional o hizo la ITV. No es una justificación, pero es la realidad.
Lo que no dicen los discursos oficiales es que Uber también expuso el fracaso de los taxis para adaptarse. ¿Cuánto tardaron aceptar el pago con tarjeta o billeteras virtuales? ¿Cuánto costó que dejaran de negarnos viajes cortos, que aparecieran los días de lluvia, o que no nos pasearan tratando de sacarnos unos pesos más? Las apps pusieron en jaque la comodidad de lo peor del sistema y le mostraron a los usuarios que sí había otra manera de moverse.
Y eso no se resuelve con móviles de la Guardia Urbana con un policía, ni con inspectores disfrazados de pasajeros llamando un Uber frente a la Terminal.
Uber debería estar dispuesto a pagar impuestos locales, claro. Que lo haga. Pero Córdoba tiene que entender que no puede seguir peleando contra una aplicación como si fuera una banda de contrabandistas. Porque es absurdo. Ni siquiera los países más conservadores lograron expulsar a Uber por completo.
Lo que hicieron las ciudades inteligentes fue regularlo con reglas claras, tributosrazonables, controles mínimos y sobre todo con competencia.
Reconozcámoslo: competir hace bien, incluso cuando incomoda.
Suena feo, pero el poder político todavía actúa con la lógica de que puede decidir qué plataformas existen y cuáles no. Y eso es imposible. Existe la creencia de que con una ordenanza van a poder borrar del mapa una app que miles de personas usan a diario en la ciudad y en ciudades aledañas.
No se dan cuenta de que esa batalla ya está perdida. Y cada operativo de tránsito contra Uber, cada comunicado de prensa, cada multa millonaria no hace más que confirmar esa derrota. Porque la gente está del lado de las aplicaciones.
Es hora de que Córdoba abandone el papel de fortaleza sitiada y empiece a pensar en el futuro. Sin regalarle la ciudad a Uber ni de demonizar a los taxistas y a los remiseros. Se trata de construir un sistema donde convivan diferentes opciones de transporte (las públicas y las privadas), todas por supuesto pagando lo que corresponde y compitiendo con las mismas reglas.